lunes, 27 de abril de 2009

La Academia y las lenguas autóctonas de Honduras


Con motivo de la inauguración de la nueva sede de la Academia Hondureña de la Lengua, el doctor Rodolfo Pastor, en su condición de ministro de Cultura, leyó este texto, donde pide a los académicos que extiendan el lema "limpia, fija, da esplendor" a las lenguas autóctonas de Honduras.

La Lengua en Honduras
Rodolfo Pastor Fasquelle

Yo, que inauguré el antiguo local que compartían las Academias en la Biblioteca Nacional, a la altura de la primera avenida de Comayagüela —donde leí un ensayo sobre el español Gonzalo Guerrero, que murió en Honduras defendiendo a Cicumba— aprecio cabalmente la hazaña de la Academia Hondureña de la Lengua al lograr levantarse de la destrucción y el lodazal que dejó el Mitch. Y me complazco del aporte que el Estado ha hecho, ya que no a la habilitación, pero sí al otorgamiento del bien raíz donde hoy se levanta esta nueva sede, en medio de una ciudad hacinada, donde la mayoría de las oficinas de gobierno tienen que alquilar edificios, incluyendo a la Secretaría de Cultura, que no tiene techo ni casa propia, la pobre. Quiero entonces agradecer a quienes han contribuido a esta pequeña resurrección, que es justo celebrar este día, por lo que he aceptado con alegría representar al Presidente Zelaya en esta ceremonia para felicitar a la Academia.

Un germanófilo, miembro de esta academia y defensor acérrimo de la Lengua Castellana (se dice el pecado, no el pecador), a quien llamé la semana pasada para pedirle que sugiriera un tema para este discurso, me dijo entre sonrisas que hablase de “la lengua originaria”. ¡Semejante sinvergüenza! Lo cierto es que hoy he venido dispuesto a pedir el apoyo de la Academia para promover la oficialización de las demás lenguas hondureñas.

Efectivamente, las lenguas originarias. Amo al castellano que es mi lengua materna, la que me enseñó mi madre y hablaron mis bisabuelos, amo sus clásicos, su éxito global que me permite expresar ideas y comunicarme con quinientos millones de congéneres en varios continentes y, ciertamente, con la gran mayoría de mis compatriotas. No con todos. Porque en Honduras existen centenares de miles de compatriotas, muchos de los cuales no dominan la lengua de Castilla, que a diario se comunican en miskitu, garífuna, tawaka, pech, tolupán o inglés. Sin contar la lengua lenca, que en los albores del siglo XIX hablaba un tercio de los hondureños y ahora se ha perdido, ni el chortí y el nahua, que muy pocos conciudadanos realmente dominan. Y estos hondureños son castigados en consecuencia de tal hecho, como si hablar esas lenguas fuese un delito.

Porque muchas veces la policía ignorante los detiene y castiga sin entender sus explicaciones. Y en las cortes los juzgan sin escucharlos, mientras que en las clínicas los médicos los “atienden” sin la información que pudieron haberles brindado, en tanto que en las escuelas son obligados a aprender desde tierna edad una lengua distinta a la que han escuchado desde la cuna, y se les califica mal por “retrasarse” en comparación con los niños que escucharon el castellano desde el vientre de sus madres. Y es por eso que estos grupos suplican y exigen, de un tiempo acá, que se les proporcione educación bilingüe, que se les valore su propia cultura, rica en canto y música, en tradición oral, en concepción del mundo y artesanía. Y celebran la presencia de médicos “cubanos”, que están dispuestos a escuchar la traducción de sus males, y a los que me he encontrado en los confines de La Mosquitia.

A mi me apena cuando me reclaman que, siendo ministro, no entiendo sus lenguas, y les he confesado que creo sin lugar a dudas que un ministro de un país pluricultural debería saber más de esas lenguas de las que yo se tan poco. Como historiador de la cultura y especialista en la etnohistoria creo que entiendo mejor que la mayoría (eso siempre es demasiado fácil) el valor de la lengua. La lengua es sobre todo vehículo de expresión simbólica y estética, instrumento de comunicación, portadora de valores y de un imaginario gentilicio, además es la codificación de conocimientos, tecnologías y destrezas manuales y mentales. Todo eso se pierde cada vez que se pierde una lengua, ya sea por la imposición o por la negligencia de sus vecinos. Por eso la antropología enseña que la lengua es un núcleo duro de la cultura.

Ignora la nación el problema de sus otras lenguas, pero con mala conciencia y a su propia costa. Así, se puede fingir que esa gente no existe, que no es un problema real (aquí todos somos iguales y mestizos) y que no reclama un acto de justicia elemental y derechos absolutamente elementales. Después de todo el alemán nunca lo ha sido aquí, pero estas sí son “las lenguas originarias”, las que se gestaron y forjaron aquí. Varias de ellas, como el tol y el pech, sólo existen en Honduras y están encaminadas a la extinción, junto con la cultura de que son portadoras. Otras de esas lenguas son, en diversos sentidos, internacionales, y nos conectan con pobladores de El Salvador y Guatemala (el nahua y el chortí), de Belice y Guatemala (el garífuna), y de Nicaragua (el garífuna, el miskitu y el tawaka). Por su vitalidad, siempre en riesgo, la lengua garífuna ha sido declarada Patrimonio Cultural Mundial por la UNESCO. Y a nosotros como país nos compete su preservación, valoración, investigación y protección. Pero, ¿por qué no empezamos por reconocerlas oficialmente?

Estoy convencido de que —después de los primeros dos años— las escuelas a las que asisten indígenas e isleños deben de enseñar un buen castellano, que es el común denominador lingüístico de la nación, pero antes de que esos hondureños aprendan bien su “segunda lengua”, deben oficializarse las propias, las de indios y negros, y obligar al Estado a procurarles los servicios adecuados en sus lenguas “originarias” o “maternas”. Aunque muchos todavía piensan con una “mentalidad imperial” que esto no vale la pena, que es un desperdicio de tiempo y recursos.

Pero pienso que una Academia Hondureña de la Lengua, obligada a la lucidez, en algún momento tendrá que enfrentar la obligación de ocuparse de estas “otras lenguas”. No es, después de todo, una Academia de la Lengua Española en Honduras sino con propiedad, como dice su estatuto legal, la Academia Hondureña de la Lengua, y por tanto debe concernirle, más allá del humanismo por sí solo, el problema de la preservación de las lenguas de Honduras. Y esto no implica que dejará de ser una institución dedicada a atesorar el español. Nebrija vive y Cervantes vivirá para siempre, mientras el ser humano tenga memoria. Pero Cervantes también encarna la tolerancia y la convivencia de las culturas diversas y de sus mestizajes. Su Quijote ha ayudado a perpetuar los arabismos y la lengua de los judíos españoles que, de otro modo, quizás pudieron haber sido eliminados.

Hay otras cosas que debe hacer la Academia, para lo cual es justo que la ayudemos desde el Gobierno y, en particular, desde la Secretaría de Cultura. En lo particular creo que debería jugar un papel más activo en la protección de las industrias culturales vinculadas a la lengua: la editorial en primer término, por supuesto, pero también en apoyo de las industrias de la comunicación. Por eso, aparte de pedir un incremento de la transferencia directa del gobierno central a la Academia, me comprometo a incluir en el presupuesto de la Secretaría de Cultura una asignación para apoyar proyectos concretos de esa índole, pero a cambio esperamos el apoyo de la Academia para la visibilización, el reconocimiento y la investigación, el rescate y la promoción de las demás lenguas de los hondureños, obligación que deberá ser parte del convenio a través del cual se ejecuten esos fondos, más que para saldar una deuda histórica, para asumir un compromiso ineludible con esas lenguas originarias, y para que la sugerencia de mi amigo académico y germanófilo no haya caído en vaso roto.

sábado, 25 de abril de 2009

UMBRALES y el Quijote


Sin previo acuerdo, aunque haciendo gala de virtudes telepáticas propias de los umbrales, que en estos asuntos del arte y la literatura y la vida son parientes cercanos de los cronopios, Sara Rolla y Rodolfo Pastor coincidieron en celebrar a la lengua y a su texto vital, el Quijote, con sendos trabajos que hoy publicamos con gran alegría en este blog.

La lectura como tema central del Quijote
Sara Rolla

El Quijote anticipa genialmente un tema literario de gran actualidad: la autorreflexión sobre la obra literaria. Es decir, el hecho de instalar, en el ámbito de la ficción, a la literatura misma. En ese marco, reivindica el papel de la lectura como un factor vital en el proceso de creación generado por el texto.

Recordemos que, precisamente, la lectura es la causa de la locura de Don Quijote. Pero ya desde antes de dar inicio a la trama, en el prólogo a la primera parte, Cervantes se ocupa del lector. La invocación con que empieza, “Desocupado lector”, muestra dos características nucleares de la obra: el papel central que en la misma tiene el hecho de leer y el tono desmitificador y humorístico que marcará fuertemente el texto. Inclusive, Cervantes hace en este prólogo una clasificación de los tipos de lector y de las correspondientes reacciones que espera de cada uno. Debemos enfatizar que, en realidad, se trata de un anti-prólogo, o, más bien, de un metaprólogo, donde fustiga con habilidoso sarcasmo la petulancia y el burdo alarde de erudición de los preámbulos que abundaban en su ambiente. Para eso, imagina estar él, como autor, dudoso sobre cómo encarar el prólogo y crea un personaje amigo suyo que le da consejos para resolver esa situación. Y ese amigo le dice, entre otras cosas:

Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. (M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edit. Alfaguara, 2004, p.14).

El lector como figura determinante ya desde el prólogo. Luego, en el relato propiamente dicho, nos enteramos de que la lectura es el origen de la locura del protagonista. Y en todo el desarrollo de la obra, seguirá teniendo un papel central. Recordemos, al respecto, el escrutinio de los libros de Don Quijote por parte del cura y el barbero: un ejercicio de crítica literaria cuando aún no existía el género. Y pensemos en los numerosos pasajes de la obra en que se habla de libros. Inclusive en las ventas se lee: en una de ellas, se da lectura a la novela del Curioso Impertinente. Y se menciona que también la gente iletrada se reúne en las ventas para escuchar la lectura de novelas caballerescas. Son innumerables los pasajes del texto que nos remiten a las lecturas de Cervantes, entre las que se incluye el propio falso continuador de la novela, Alonso Fernández de Avellaneda.

El Quijote es una ficción que se alimenta de la ficción misma: ese es el maravilloso juego de espejos en que se basa el texto. En la segunda parte, los personajes hablan del propio libro en que están inmersos: aparece un lector calificado, Sansón Carrasco, que ha leído la primera parte y les cuenta a Don Quijote y Sancho las repercusiones que la obra ha tenido en el público lector. Los personajes se ven a sí mismos como tales. Algo totalmente novedoso y genial para aquella época. Grandes escritores contemporáneos han reflexionado sobre este papel central de la lectura en el Quijote. Carlos Fuentes, en su exquisito ensayo Cervantes o la crítica de la lectura (México, Joaquín Mortiz, 1983), señala que éste es “el primer novelista que radica la crítica de la creación dentro de las páginas de su propia creación, Don Quijote. Y esta crítica de la creación es una crítica del acto mismo de la lectura.” (p. 33).

Por su parte, Ricardo Piglia, en El último lector, coloca a Cervantes en el centro de sus especulaciones sobre el tema de la lectura como una actividad que le da sentido a la existencia misma, configurándola de algún modo. La lectura privilegiada que Piglia hace del Quijote -profunda, sutil, inteligente- tiene momentos como éste: recuerda el momento en que Cervantes aparece como personaje de la novela, en el capítulo 9 de la primera parte, buscando el texto que le permita continuar la historia del hidalgo enajenado. Y destaca la frase que acentúa el carácter de lector compulsivo que tenía Cervantes: “…y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles….” Al respecto, señala el autor argentino:

Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes)…. (Ricardo Piglia, El último lector. Barcelona, Anagrama, 2005, p. 20).

Y agrega esta reflexión general:

El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida. (…)
Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo.
(Ibid., p. 21).

Al final del libro, Piglia esclarece plenamente la relación de su título con Cervantes:

En toda la novela nunca vemos a don Quijote leer libros de caballería (salvo en la breve y maravillosa escena en la que hojea el falso Quijote de Avellaneda donde se cuentan las aventuras que él nunca ha vivido. II, 59). Ya ha leído todo y vive lo que ha leído y en un punto se ha convertido en el último lector del género. Hay un anacronismo esencial en don Quijote que define su modo de leer. Y a la vez su vida surge de la distorsión de esa lectura. Es el que llega tarde, el último caballero andante. (Ibid., p. 189).

La literatura nutriéndose de sí misma, en brillante autofagia: es una manifestación central de la genialidad de Cervantes (como sucede, obsesivamente, en Borges y Vila-Matas, dos ejemplos contemporáneos que muestran la misma tendencia dentro de las letras hispánicas). No es una acción meramente convencional y reiterativa la de rendir, en estas fechas, homenaje a Cervantes (desde luego, habiéndolo leído bien). Es un acto de devoción muy merecida, de entera justicia.

San Pedro Sula, 22 de abril de 2009


El Quijote enamorado
Rodolfo Pastor Fasquelle

Los caballeros andantes, explica Don Quijote a Sancho escriben “porque los tengan por enamorados y por hombres que tengan el valor para serlo” El Quijote, I, capt 25.

El enamoramiento no ha sido -acaso por la solemnidad que adjudicamos de ordinario a los clásicos y la ligereza que le imputamos al sentimiento- un tema esencial en el análisis de El Quijote. Vacilo, por lo mismo, cuando aseguro que es un libro escrito sobre el amor (y no olvido las críticas contra la mala literatura y el abuso de la lengua contra la Iglesia y contra las costumbres hipócritas, contra las injusticias y el mal gobierno), pero quizás no tanto sobre el amor, como sobre el enamoramiento, esa cúspide del encantamiento, ese delirio, esa locura feroz de la que casi todos o al menos los más honestos anhelamos ser víctimas y que a todos hace caballeros, “andantes y por andar” o damas soñadas o soñadoras. Y un libro escrito por un caballero enamorado, por cierto ya en la madurez de su vida, a los 55 años de edad, igual que su héroe. Con profundo sentido del humor por cierto, pero perdidamente enamorado.

El misticismo medieval había renunciado al sentido clásico del amor humano, el de Safo y Virgilio. Dante ya se conmueve y desmaya con el castigo de Francesca y Paolo. Y entre la canción de gesta y la lírica provenzal se construyó poco después un concepto nuevo del amor cortesano que quien sabe porqué sigue teniendo ese tinte de adúltero del Tristán e Isolda. A lo largo y ancho de El Quijote hay mil referencias al tema, tal y como se representaba en los libros de caballerías y como se manifiesta, a cada paso, en las aventuras de nuestro caballero. Pero El Quijote cifra claramente una crítica tanto del paradigma del amor como del honor caballeresco. Entre burlas, hace un planteamiento renacentista y humanista sobre el amor que trasciende de aquel. Nos recuerda que, pese a que fueran princesas, lo que amamos en nuestras Dulcineas es su humanidad.

Don Quijote distingue entre los sufrimientos de amor de los particulares caballeros andantes; de todos se conmueve, pero escoge según la analogía de sus circunstancias y modela sus propias acciones sobre las de esos escogidos. Sufre con profunda empatía las desventuras amorosas con que se encuentra, así en la lectura como en la experiencia, y construye su propia desventura de amor con valentía, sabiendo lo que hace, perfectamente lúcido en su locura, si cabe esa paradoja. Porque el mayor enamorado de todos es el propio Caballero de la Triste Figura y la razón de ser de sus aventuras es su sinrazón de enamorado. Si no hubiera Dulcinea, no habría tenido sentido buscar la honra y la fama en el combate contra gigantes y magos encantadores, volar al cielo ni descender a la Cueva de Montesinos. Y una gran parte del Libro está dedicada, precisamente, a representar al Quijote en su locura de amor y a sus reflexiones sobre las locuras de los enamorados: Cardenio y Crisóstomo, Basilio y El Cautivo, y a defender sus derechos. Junto con los de quien no se enamora, aunque con ello se lleva a si mismo de encuentro. Y en estas breves páginas quiero enfocar sólo un par de escenas que servirán para ilustrar estas reflexiones.

Los capítulos 12 y 13 de la Primera Parte cuentan la tragedia de Crisóstomo y Marcela. El Pastor Crisóstomo ha hecho el mayor sacrificio posible de amor: se ha suicidado (no hay aquí ni siquiera la insinuación de una condena) por despecho, porque Marcela se ha rehusado a amarlo porque quiere mantener su libertad (y Marcela defiende su libertad de mujer, diferente a la que asumen las feministas de hoy, sin acudir a un argumento de género). Crisóstomo conmueve. A sus amigos que quieren linchar a la que suponen culpable: “basilisco”. Conmueve a la misma Marcela y, por supuesto, conmueve a nuestro Señor don Quijote, que tiene que verlo como una advertencia sobre el límite de la locura amorosa, como un argumento contra el desenfreno. El Quijote finaliza la disputa defendiendo a Marcela.

Después de ese episodio, concretamente después de liberar a los reos de una caravana destinada a los galeotes, a quienes pretende después mandar al Toboso con agradecimientos para su dama y quienes, por supuesto, lo mandan al carajo, Don Quijote decide entregarse sin medida ni prudencia a su propia locura de amor. Se retira a la Sierra Morena para renunciar al mundo y a la misma aventura (aunque, de paso, se está refugiando de La Santa Hermandad), entregado a la abstinencia y la penitencia. Ayuna, se desnuda y se lastima como un anacoreta del amor, no para alcanzar santidad (esa se da por descontada) como hacían los frailes y las monjas en los conventos, ni para mayor gloria de la divinidad, sino para su enamorada, para conmover a su endiosada Dulcinea. “Oh bella ingrata amada enemiga mía”, le escribe, aunque no le ha hecho más agravio que desconocer una pasión que -antes de entonces- su enamorado sólo ha manifestado en las furtivas miradas durante un puñado de encuentros con la fornida labradora, a la que defiende don Quijote del intento de Sancho de desestimarla por no ser “princesa”.
Don Quijote le entrega Rocinante a Sancho (que ha perdido su asno en la refriega) para que lleve una carta de amor a Dulcinea y le cuente a esa dama las penitencias de amor que realiza en lo más profundo del monte. Varios capítulos cuentan esas deleitosas locuras, punteadas con versos atorrantes, característicos de la condición del enamorado delirante. En la segunda parte del Libro, Don Quijote vuelve a la aventura, después de una “recuperación” temporal, pero su destino es el mismo, es Dulcinea, a la que Sancho se ve obligado a encantar y luego desencantar. Y se vuelve a celebrar el tema en “Las aventuras del Pastor enamorado” y en “Las bodas de Camacho”, cuyo defecto es que no son de amor.
Dulcinea es, en efecto, el Santo Grial, el “vaso místico” o, al menos, lo desplaza. El tema del enamoramiento en Don Quijote es prístina manifestación de humanismo. Tenía Cervantes razón de combatir al clero (y no la fe) con cautela y quizás le habría combatido más el clero a él si hubiera entendido que El Quijote también en esto es manifestación y heraldo de modernidad, en la medida que coloca a la persona amada (de carne y hueso) en el lugar central que la Iglesia reclamaba sólo para la divinidad y, por eso, se burla del cura amigo y de las procesiones y de la Inquisición. En ese amor humano y falible, entregado -incluso malentendido- del enamorado, en amar como Crisóstomo hasta la muerte equívoca, radica la esencia del humanismo. Es en el enamoramiento cuando nos disponemos al servicio del otro(a) y trascendemos de la bestia y la brama, del celo, del ligero bonheur y del cansancio del sexo sin pasión, del que se burla El Quijote cuando, en lastimera condición, Rocinante acomete a las yeguas en un paraje idílico. La pasión enamorada ordena al sentimiento y el instinto, los concentra y los orienta a su objetivo legítimo, que es el bien del amado. Aunque quizás este paradigma moderno haya sido vencido y yo ya no alcance a entender otro.