jueves, 22 de octubre de 2009

Infamia en la acción y en la palabra. Helen Umaña


Niña de la Resistencia. Foto de Roonnie Huete


Cuando escribo estas notas, la Resistencia ha contabilizado a una treintena de sus miembros asesinados por las fuerzas represivas. Vidas útiles cuyo delito fue no aceptar la imposición de un régimen ilegítimo y dictatorial y desear construir una Honduras más justa mediante la convocatoria a una nueva Asamblea Constituyente. Vidas dignas, sacrificadas por las fuerzas siniestras que dirigen el tinglado político del país.

El lunes 19 de este mes se divulgó que el decreto que imponía el estado de sitio, después de dos o tres semanas de calculadas dilatorias, se había publicado en el periódico oficial. Supuestamente, se había restablecido el derecho a disentir, a expresar inconformidad y a manifestar el desacuerdo con ideas o actos con los cuales no se comulga.

Sin embargo, ese día, cuando se inhumaron los restos del dirigente sindical Jairo Sánchez, se asesinó al maestro Eliseo Hernández Juárez, líder ecologista, dirigente de la Resistencia y candidato a vicealcalde en su comunidad. Además se «gaseó» y capturó a manifestantes en San Pedro Sula y Santa Bárbara. Entre los capturados estaba Julio Corea, Procurador de los Derechos Humanos que fue vapuleado salvajemente. El martes, en la primera ciudad, se reprimió la marcha de varias organizaciones feministas y, en Tegucigalpa, se asesinó a Marcos Martínez, dirigente de la colonia Divanna. Siempre en la capital, el miércoles se hirió de gravedad a Marcos A. Garay, presidente del Comité de Patronatos de Honduras y se capturó a varios de sus miembros. El 21, en San Pedro Sula, los represores agredieron de nuevo en el parque central. Todo esto ratifica que, en Honduras, la ley es papel mojado y sólo sirve para tratar de engañar al mundo. En la práctica, la maquinaria represiva está bien engrasada y no se detiene.

Ni se detendrá. Honduras gira ya en una espiral de violencia que puede durar un tiempo indefinido. Para estar de acuerdo con ese escenario, los medios desinformativos han recargado baterías con el propósito de condicionar la mente de los receptores para que acepten y vean como normal o justificada la intensificación de una operación de aniquilamiento que baraje lo selectivo y lo indiscriminado como forma de sembrar el terror y amedrentar a la disidencia. Los blancos ya están señalados: líderes populares específicos, pero también cualquiera que externe públicamente su descontento. Por los indicios que saturan el ambiente —a menos que, como por milagro, surjan fuerzas que se opongan a la locura fascista—, se está a un paso de reeditar la versión hondureña —corregida y aumentada— de la terrible historia que se vivió en décadas pasadas en otros países de Centroamérica.

El maquiavélico plan ya está en camino: intensificar las acusaciones de vandalismo o terrorismo contra los miembros de la Resistencia a la que se pretende criminalizar endilgándole el membrete de movimiento armado, insurgente o guerrillero. Las informaciones sobre supuestas compras de armas en los países vecinos apuntan hacia ese objetivo. Pronto veremos que cualquier acción punible que no pueda aclararse se le endilgará a la Resistencia a la que se asimilará, aún más, con las «maras» o con cualquier grupo disociador.

Ese contexto explica el aterrador mensaje de odio y exterminio formulado por Juan Ramón Martínez quien exhorta al Tribunal Supremo Electoral (léase ejército y policía) a que aplique «el látigo para detener a quienes pretenden turbar la tranquilidad nacional y comprometer el futuro de las nuevas generaciones» (La Tribuna, 20.10.2009). Una clara directriz metodológica dentro del criminal engranaje que pretende conducir al país a una guerra civil o a una situación de anarquía generalizada que tendría tres beneficiarios inmediatos: el régimen dictatorial que se implantaría definitivamente; los fabricantes y vendedores de armas y los consorcios farmacéuticos. Y con una especie de humor macabro también podríamos incluir a las empresas funerarias y a los fabricantes de ataúdes.

Desde el momento en que surge, la Resistencia ha enarbolado, como bandera de lucha, la no violencia. La resistencia activa. La desobediencia civil. Alimentada de un profundo pacifismo que reniega de la guerra como instrumento para dirimir los conflictos, con reiterada convicción, la Resistencia se ha opuesto a toda forma que implique el uso de la fuerza, ya que éste es un mecanismo irracional, antihumano y cavernario.

Esa filosofía de lucha hizo que la Resistencia encontrara un eco inmediato en inmensas capas poblacionales sin discriminación de ninguna especie: miembros de las diferentes etnias, campesinos, obreros, maestros, profesores y estudiantes universitarios, pintores, teatristas, maestros, médicos, escritores, periodistas, poetas, abogados, historiadores, amas de casa, comerciantes, personas de la tercera edad, candidatos a cargos de elección popular, músicos, religiosos católicos, pastores evangélicos, monjas, feministas, militantes de partidos políticos, etc.

Pero jamás, los miles y miles de hondureños que nos hemos integrado a la Resistencia hemos visto un arma o leído algún instructivo sobre formas de ataque o algo parecido. Asimismo, en cada caminata, un férreo comité de vigilancia ha impedido desmanes y acciones provocativas. Inclusive, han detectado a infiltrados con armas que han entregado a los cuerpos policiales.

Por eso mismo, nunca, en la historia del país, había surgido un movimiento con tal capacidad de convocatoria. Además, no se piense que está muerto. Ciento veinte días de lucha, que implican incalculables sacrificios personales: muertos, gaseados, capturados, toleteados y agredidos de mil maneras, no han hecho más que incrementar la rebeldía y la determinación de continuar oponiéndose a la arbitrariedad, razón por la cual se rechaza un proceso eleccionario impuesto, ilegal y «tutelado» por la mano militar.

Sólo un ciego mental o un espíritu obnubilado por el odio personal a Mel Zelaya puede equiparar ese conglomerado humano con hordas anárquicas y vandálicas. Al respecto, en el artículo citado, se vierten conceptos dignos de incluirse en una antología de la infamia: «La población le ha tomado la medida a la resistencia. Sabe que los seguidores de Zelaya, turbados por la falta de dirección conjunta, sólo actúan bien cuando se imponen la meta inmediata de destruir vidrieras, meterle fuego a los edificios o pintar vulgaridades en iglesias, edificios públicos o en las residencias de los líderes que les han plantado cara. Saben que no les motivan ideales que trasciendan más allá de la paga, la oportunidad de hacer turismo revolucionario; o la anticipación de soñar en recibir algunos beneficios que resulten de quitarles los bienes a los ricos para repartirlos entre los pobres». Palabras que, más que mellar a la Resistencia, vulneran conceptos éticos. Pero esto último, por cierto, parece excluido del vocabulario y de la práctica política golpista.

lunes, 12 de octubre de 2009

La semilla indestructible. Helen Umaña


"La década perdida" es una expresión con la cual, entre otros matices, se indica que, en los años ochenta, los movimientos insurgentes en Centroamérica fracasaron en tanto no hubo una inmediata toma del poder. Esto último es cierto. Sin embargo, la semilla que se sembró a costa de millares de muertos, torturados, exiliados y desaparecidos siguió gestándose. En El Salvador, el movimiento que en esa época fue criminalizado ahora hace gobierno. En Guatemala, el sector indígena —que en gran medida se incorporó o apoyó a la guerrilla— cada vez toma mayor impulso y, actualmente, integra uno de los movimientos étnico-culturales reivindicativos más vigorosos en Latinoamérica. Las transformaciones, aunque lentas, caminan. No hay, pues, tal «década perdida». Cada lágrima y cada gota de sangre derramadas no cayeron en terreno estéril y baldío. Son y seguirán siendo partículas de energía en la gran espiral del bregar humano hacia estratos más justos y equitativos.

Ello tiene explicaciones lógicas. Con sólo mirar en torno (vr. gr., los fenómenos naturales) advertimos que cada hecho tiene una causa y, a la vez, genera consecuencias. Esa es la gran cadena de la vida. Lo que ocurre en el mundo de la naturaleza, también se da a nivel del individuo y de la sociedad. A una acción sigue una reacción. Esa es la gran cadena de la Historia. En una especie de sabiduría que rige el universo, nada se pierde en el vacío. Llega a un punto de crisis; estalla y renace con nuevos bríos.

El 28 de junio, coludidos todos los sectores de poder (ejército, burguesía empresarial, sistemas judicial y legislativo, dirigencias del bipartidismo, capos de los medios masivos de desinformación, jerarquía eclesiástica ligada al Opus Dei, pastores evangélicos…) ejecutaron una serie de acciones delictivas (elaboración de una carta falsa, asalto a mano armada y expulsión del país del titular del poder ejecutivo, aderezamiento de amañadas y posteriores órdenes de captura…) en contra de Manuel Zelaya Rosales, legítimo Presidente Constitucional de Honduras. Un auténtico golpe de Estado no obstante el maquillaje lingüístico con el cual pretendieron ocultar la ruptura ilegal del orden institucional. La fractura artera y antidemocrática al Estado de derecho. Agréguese, a ello, la mentira manipuladora que difundieron nacional e internacionalmente aduciendo falazmente que la cuarta urna giraba en torno a la reelección de Mel Zelaya. Mentira sobre mentira.

Leyendo mal los signos sociales, los golpistas creían que, pasadas una o dos semanas, todo volvería a la normalidad. Todavía resuenan en mis oídos las voces de los locutores radiales y televisivos llamando a la ciudadanía para que se presentase a sus trabajos, escuelas, universidades, etc., ya que aquí había orden y la ley no se había quebrantado. Una monstruosidad jurídica que hasta los neófitos advertimos.

Además, había un ingrediente que su odio y ceguera, no les permitió ver y sopesar. En la mayoría desposeída, Mel había sabido sembrar esperanzas en un necesario y posible cambio de vida. En un pueblo con uno de los índices de pobreza más aterradores del mundo, ese frágil resquicio hacia un futuro mejor había prendido con inusitada fuerza. En las capas marginadas de la población, que ya no creían en políticos tradicionales, la cuarta urna podría dar paso a una nueva Carta Magna en la que ellos —los sectores históricamente oprimidos y preteridos— podrían tener una participación activa. Ese es el gran legado de Mel Zelaya y que la historia futura tendrá que reconocerle: sembró la ilusión. Permitió visualizar un horizonte sin los lastres de la miseria y la desigualdad. Hizo ver y sentir que el pueblo tiene las llaves de su propio destino. Alimentó la esperanza en aquellos a quienes el bipartidismo sistemáticamente ha venido engañado desde hace más de cien. Insufló, pues, un sentido de dignidad y autoestima colectiva. Y cuando un pueblo o un individuo alcanzan ese estado de consciencia, todo ha cambiado para ellos. Es un estado de iluminación interior frente al cual nada pueden las fuerzas negativas y antagónicas. Nada hace renegar de esa perspectiva renovada de enfrentar la vida.

La semilla que Mel sembró cayó en terreno fértil, pronto para la cosecha. De ahí que, sea cual sea el resultado de las componendas del supuesto «diálogo» que busca superar la crisis actual, ella está más viva que nunca. Es, justamente, la esencia de la Resistencia, ese movimiento de masas que ha dejado boquiabierto al mundo. No son cuatro, ni cien. Son millares y millares de hondureñas y hondureños los que, sobre todo en dos ocasiones (las multitudinarias marchas hacia Tegucigalpa y San Pedro Sula desde los cuatro puntos cardinales del país y las extraordinarias «celebraciones» del 15 de septiembre) y desafiando la más brutal de las represiones, demostraron su formidable fuerza.

La supresión de las garantías constitucionales —el cavernario estado de sitio— no ha «rebajado» la determinación de la Resistencia. Al contrario. Por elemental respuesta, las agresiones incrementan la rebeldía. Tampoco la imposición de unas elecciones manipuladas y fraudulentas altera el objetivo básico alimentado en cada acto de protesta: impulsar los mecanismos hacia lo único que podrá sentar las bases de un auténtico equilibrio social: la redacción, mediante un amplio consenso que no margine a ningún sector, del gran libro que reglamente, al centavo (para bloquear las falsas salidas de los leguleyos), cada aspecto de la vida política, jurídica y social del país: la nueva Constitución de la República. Esa es la irrenunciable meta.